miércoles, 17 de abril de 2013

África



Ana es una mujer de treinta y pocos años - porque las mujeres a esa edad, siempre tienen treinta y pocos - delgada, con los ojos grandes y oscuros y una sonrisa muy dulce. Su pelo nunca pasa de media melena, es ondulado y tiene un tono castaño claro. Se casó a los veintisiete años con Rafa, su marido desde entonces y con el que ha tenido dos hijos; Marcos y Álex. Desde hace unos meses saben que volverán a ser padres muy pronto, en verano, con el sol, el mar y la brisa inundando sus vidas y la del futuro bebé. La noticia motivó a Marcos, el pequeño, a que mejorara su comportamiento. ¡Él era quien debía ser un ejemplo! Cómo les recordaba a Alex cuando se encontraba en su misma situación. Era una familia llena de ilusiones, con problemas que se solucionaban con helados y besos de gnomos, reuniones familiares todos los domingos y cuentos que se leían por la noche incluso si tenías ocho años, como Álex.
Cuando una persona tiene toda su ilusión puesta en algo o alguien, el tiempo pasa volando, y así sucedió. A mediados de julio Ana ya presumía de una barriga enorme, aunque no lo hacía tanto de sus talones hinchados y la fatiga que le producía el embarazo. Pero eso da igual, porque siempre se le dibuja una sonrisa al acariciarse la barriga. No ve el momento de tenerlo entre sus brazos, bueno, aun no sabe si es niño o niña, lo han querido así, quieren que el bebé sea una sorpresa en toda regla. Lo vamos a querer igual, mami, pero... yo pedí por mi cumple un hermanito más. Alex y Marcos quieren que sea otro chico para enseñarle a jugar al fútbol, que vista su ropa y como no, gastarle bromas, pero lo que Ana realmente desea con todas sus fuerzas es que nazca una niña sana y preciosa.
En una semana, Ana saldrá de cuentas. Todos están pendientes de ella, la miman, la cuidan y no se separan de ella por si en algún momento hay que salir corriendo hacia el hospital. Durante su embarazo, se ha dado cuenta de que ama a su familia. Ama a sus dos hijos, guapos, alegres y sanos, a su marido que siempre tiene buenas palabras para ella a pesar de cómo sus hormonas alteran su comportamiento, a su madre, siempre pendiente de ella y a sus amistades. A la joven y hermosa África, compañera de trabajo en su redacción, siempre tan viva e impredecible, a Daniel y su mujer Patricia, amigos de la infancia, y muchas amistades más que siempre le han acompañado en su vida.
Un veintitrés de agosto, cuando la familia se disponía a pasar un día en la playa, Ana notó que sus muslos, y seguidamente sus gemelos se mojaban.
  • ¡Rafa! - gritó Ana sosteniéndose la barriga; había roto aguas.
Su marido llamó a María, la madre de Ana y dejó a sus hijos, que estaban más nerviosos de la cuenta con ella y como un rayo corrieron al coche. Ana respiraba fuerte y Rafa intentaba calmarla, ya tenían experiencia. Entre las contracciones y los nervios Ana y Rafa se miraban; ya quedaba poco. Su bebé en pocas horas lloraría entre los brazos de su madre y ante la atenta y cariñosa mirada de su padre. Cuando estaban a punto de llegar, el teléfono conectado al sistema bluetooth. del coche empezó a sonar.
  • ¿Sí? - Rafa contestó tras presionar el botón que estaba situado en el volante.
  • Rafa, soy África. - Su voz sonaba impaciente y enérgica. - Voy hacia el hospital, me llamó María. ¿Cómo está Ana, está bien? ¿Nerviosa?
  • ¡¡Estoy bien!! - Ana puso los ojos en blanco y casi gritó de dolor. Se escucho una risa nerviosa al otro lado del teléfono acompañada de interferencias. La llamada se colgó.
  • Ha entrado en el túnel del Manzanar. - Rafa sonrió y agarró la mano de su mujer, haciendo que ella también esbozara una sonrisa.

¡Empuja, querida! Ya falta poco. Así es, así. ¡Muy bien! Mira, es una niña preciosa. Hubo silencio por un momento. ¿Por qué no oigo a mi bebé? Ana se asustó y levantó la cabeza buscando a la criatura. Y allí estaba, abriendo la boca y retorciéndose, y tres segundos después, un llanto que hizo que las lágrimas ya amenazantes en las pupilas de Ana salieran sin permiso. La cogió entre sus brazos cuando la comadrona terminó de asear a la pequeña y la miró. Era preciosa ¡Te quiero! No había otro sentimiento que ocupara su corazón, el amor que sentía por la vida que sostenía entre sus brazos la llenaba por completo. No quería separarse de ella.
Después de tanto esfuerzo físico, Ana ya estaba relajada en la camilla del hospital junto a su marido y su hija. Su madre y sus hijos estaban llegando al hospital así que Rafa fue a buscarlos para guiarlos hasta la habitación, dejando a Ana con la pequeña a solas.
  • ¡Sorpresa! - La voz de África bañó la habitación y su cabello rojo y rizado coloreó las paredes. - ¡Es guapísima, Ana, cariño! ¿Cuánto ha pesado? ¡Mira, mira qué ojitos!
  • Tres kilos y cien gramos – contestó sonriendo – cógela si quieres. - África la observaba alegre mientras le hacía carantoñas.
  • No, que no quiero molestarla. - África volvió la mirada hacia Ana – Estás guapísima, nueva mamá. Te veo... llena de energía. Feliz. Y eso me llena, me siento tan feliz yo también. - Ana la miraba con ternura y la escuchaba, como siempre hacía, África nunca callaba. - Ana, nunca voy a olvidarme de ti, ni de tus hijos, los adoro. Ojalá yo pudiera tener lo que tenéis vosotros. Os envidio tanto... envidia sana, ¿eh? - Le guiñó un ojo divertida, África era tan pura, tan auténtica.
  • Nosotros también te adoramos nena. - África se acercó a la ventana y miró a través de ella.
  • Os quiero, Ana.
    En ese momento la puerta de la habitación se abrió, dejando entrar a dos pequeños impacientes y a una abuela hecha una magdalena. Rafs entró y sujetó la mano de su mujer. Había algo raro en su mirada, compasión quizá, tristeza. Ana giró la cabeza buscando a África, pero ya no estaba.
  • Eh, ¿y África? - Ana se sorprendió enormemente, ¿a dónde había ido? - Estaba aquí frente a la ventana.
  • Cariño...- Su marido la miró a los ojos - África no está.
Era un día caluroso y triste. Todos vestían de negro y cuidaban las palabras para unos padres rotos de dolor. Lo siento. Abrazos fuertes y sentidos, abrazos de apoyo, miradas que a través de cristales negros se empañaban. Ana y Rafa tenían un sabor agridulce en su corazón, Marcos cogía la mano de su padre y se preguntaba por qué todos estaban tristes y Álex intentaba comprender aquellos sentimientos que le abordaban y le hacían llorar. Acudieron muchísimas personas al funeral, todos la querían.
  • Hoy, nos reunimos, tristemente, para despedir a África, víctima de personas que no valoran si quiera su propia vida . - Un sacerdote comenzaba la misa en memoria de su amiga, que dos días antes conducía camino al hospital para visitar a la recién nacida cuando fue arrollada por otro vehículo que circulaba a ciento sesenta kilómetros por hora. En el accidente se vieron involucradas tres personas. La única que falleció fue ella, una jovencísima África.
      Marcos y Álex llevaban flores que, tras terminar la misa, debían colocar sobre su lápida.
  • ¿Las ponemos ya, mami?
  • Sí, cariño. - Ana miró a sus dos pequeños inocentes poner los claveles rojos como el cabello de Africa, recordándola, y dirigió la mirada a su pequeña, la que sostenía en brazos. Alguien se acercó a ella, no sabía quién era, era un señor mayor, quizá el abuelo de su amiga.
  • No llores, pequeña. - Dijo el anciano con dulzura. - No llores... - dejó la frase en el aire y miró a Ana buscando el nombre de la bebé.
  • África... se llama, África.
Ana nunca olvidaría aquella conversación en el hospital. Nunca olvidaría a su amiga.

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